(Estas son mis impresiones telegráficas, que nadie espere un relato pormenorizado y fiel del viaje. Son tan sólo impresiones personales y por tanto subjetivas, más o menos).
La Gran Aventura del desierto comienza con las colas en el puerto, allí conoces a los que serán compañeros de aventura y empiezas a babear de pura envidia al ver qué monstruos de la mecánica manejan algunos afortunados, que te mostrarán sus snorkels humeantes en las dunas, cuando pasen como exhalaciones por tu lado, mientras esperas una eslinga salvadora que tire de tu coche y te saque de las hermosas arenas, siempre cambiantes de forma, de color, de matices, que atraen y seducen como sirenas homéricas…
Si tienes suerte, y distes los datos de la talla, Territori 4×4 te obsequiará con la tradicional camisa roja, o de otro color, junto con las preciadas pegatinas- de esmerado diseño bereber- que te darán categoría de experto en el desierto cuando te miren en los semáforos, de regreso a tu pueblo o ciudad. También nos entregan los billetes del barco en los que rara vez verás tu nombre escrito.
-Da igual- te dicen los de Territori, tan tranquilos que te intranquilizas, pero aunque no lo creas resulta que sí, que da igual. Otra relatividad del desierto (pero vamos a ver, ¡que no hemos llegado al desierto…! ya, pero da igual). Cuando pasas los controles aduaneros- te hacen sentir como un inexperto contrabandista al que van a coger en renuncio seguro- continúas en cola, intentas que ningún despabilado se meta delante- misión imposible- te asaltan por la izquierda, por la derecha y a veces hasta por debajo (vas a mentarle la madre a uno y ves la camisa bordada con el “Territori 4×4” y piensas: Joder que es un colega del grupo, vamos a llevarnos bien. Y le dejas pasar, sonriendo fríamente, eso sí.
Por fin divisas a lo lejos la pasarela del barco y, metro a metro, te acercas a ella. Cuando subes, los aposentadores te dirigen con gritos ininteligibles para quienes no dominen al menos 12 de las 56 variaciones lingüísticas del árabe. Aparcado el coche, subimos a la cubierta, a la más alta, y nos empujamos cortésmente, o no, unos a otros para lograr un buen punto desde el que tirar docenas de fotografías con las que castigaremos, al regreso, a nuestros incondicionales amigos. O disponemos la vídeo cámara en planos cortos y secuencias interminables de las amarras, de los norays o de la chimenea del enorme catamarán que nos llevará en un plis-plas al otro lado del estrecho de Gibraltar español.
Media hora después, seguimos las órdenes de uno que pasaba por allí mandando mucho- en árabe- y nos agolpamos como sardinas en las estrechas escaleras para bajar a la bodega. ¡Que a ver donde dejé yo el coche! La cola no se mueve durante un tiempo interminable- interminable relativamente- luego todo va muy rápido, incluso encuentro mi coche, cosa rara. Una vez acomodados, con todos los papeles que nos van a pedir a mano, los cinturones ajustados e impacientes por pisar tierra africana, inicio imprescindible de la Gran Aventura del Sahara… descubrimos de verdad el significado de la relatividad del tiempo. Salir del barco cuesta, no digo yo que sea imposible, pero cuesta. Puedes incluso tener la desgracia- o la poca fortuna- de que los vehículos de alrededor arranquen los motores, sigan inmóviles durante 45 minutos y no los apaguen hasta salir del barco. La atmósfera es irrespirable y los minutos, los cuartos de hora, las medias horas… pasan lentamente en la sensual oscuridad de la bodega. Oscuridad plagada de puntitos rojos de las luces de situación de los docenas de vehículos que sugieren el aspecto de un puticlub, tal cual.
Pero todo llega y, finalmente, a lo lejos, distingues una lucecita. Es la luz que entra por la lejana salida del barco. Aún no ves palmeras, ni desierto, no ves nada, pero intuyes que allí espera el cielo azul cobalto de Tánger.
Tampoco hay que tirar las campanas al vuelo, salir del barco es un objetivo ansiado, una exigencia inaplazable pero… nos quedan las tormentosas colas en las que los funcionarios marroquíes de aduanas estudiarán los documentos que irán exigiéndonos. No sabremos si hablamos con un militar, un gendarme o uno de la secreta. Cada uno lleva un tipo de uniforme, algunos sólo la mitad del uniforme. Uno pide los papeles del vehículo y pasaportes, se los lleva (¿los volveré a ver?, nos preguntamos), otro los examina sobre una especie de mesa camilla, colocada cerca de la barrera abatible y, otro muy bajito que debe mandar mucho, aporrea con un cuño los papeles sobre el capó de un coche: el mío conserva la huella de la actividad administrativa, golpeaba con mucha energía el cuño, y no era de caucho, sino de bronce.
En menos de dos horas pasamos la aduana, tras responder que no, que no llevamos GPS, ni emisora de radio (pese al soporte del GPS en el parabrisas y el pie de fijación de la antena de la emisora en el capó) nos creen a pie juntillas, “saben” que no mentimos. De hecho observan sin pizca de asombro como, unos metros más allá, procedemos a montar las antenas, que no teníamos.
Salimos del puerto, ansiosos por comenzar- ya habíamos comenzado- la Gran Aventura. Primeros semáforos: atasco, conducción temeraria, cruzado mágico de peatones, bicicletas, gallinas y algún Muecín antes de la oración que nos bendice, o maldice, a saber, por ser extranjeros infieles: Nos perdemos. ¿Dónde está el guía que todo lo sabe y nos llevará a salvo al hotel? ¿Dónde los colegas que conformarán nuestro grupo inseparable?
Clara, mi copilota de siempre, comienza a manejar el GPS de los milagros pero no nos saca de la ciudad. Damos vueltas y más vueltas, leemos las señales e indicadores, en árabe y, por fin encontramos una carretera que nos llevará al paraíso, al hotel de muchas estrellas donde podremos descansar, ducharnos, cenar… prepararnos para el día siguiente. ¡Continúa la aventura!
El hotel Zaqui en Meknes nos acoge confortablemente la primera noche, lástima que el programa no permitiese una corta visita a la ciudad imperial, denominada “Ciudad de los cien minaretes”, declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO pero… la gran aventura es: DESIERTO. Nada de pijerías turísticas, eso otra forma de viajar.
Al día siguiente, los grupos organizados en el barco- por criterios de afinidad, experiencia y caballos (hay 4×4 intratables, a partir de no sé cuantos caballos son como semidioses preolímpicos)-, salimos rumbo al desierto, a las arenas milenarias, a los amaneceres y puestas de sol más fantásticas que uno pueda contemplar.
Exultantes, felices, cargados de expectativas y ganas de probar hasta dónde llega nuestra pericia, y la capacidad de nuestros 4×4 sin trucar sobre los océanos de arenas rojas que nos esperan. A medida que nos alejamos del Norte del país, qué curioso, la gente comienza a ser más amable, más educada… y más pobre. También el paisaje cambia, el verdor de los cultivos, y de los jardines de las lujosas mansiones próximas a las grandes urbes, se van haciendo más escasos, comienza a mostrarnos su cara la sequedad, la aridez de las cercanías del desierto, ese lugar mítico en el que no se puede vivir (creemos erróneamente) y al que todos queremos volver contagiados por una adicción sin tratamiento conocido.
Olfateamos el aire buscando la arena, queremos dejar el sfalto, comenzar a rodar por sendas y rodaduras, saltar sobre nuestros infatigables e “irrompibles” amortiguadores. La radio no para, pedimos a Joan Miquel- el guía bondadoso- que nos saque del asfalto, queremos marcha, queremos hundirnos en la arena, demostrar lo que podemos hacer con nuestros coches de serie pero con GPS y radio…, bueno, y con esos misteriosos waypoints que el diablo, y Clara, sabrán para qué sirven y cómo se interpretan. El polvo nos envuelve como un halo de misterio, mientras en la radio suena música árabe, la escuchamos con similar atención que a la Caballé, interpretando los Nibelungos en el Liceo de todos, incluidos los de fuera.
Contemplamos las estribaciones del Atlas, montaña mítica sahariana que en alguna zona muestra una extensa capa de nieve, y cerca de Midelt nos detenemos para fotografiar a los monos-clowns (hacen monerías para provocar la simpatía de los mirones y obtener algo de comida). También es una delicia contemplar los hermosos caballos árabes, enjaezados con sillas de cuero repujado a mano, gualdrapas de llamativos colores y adornos de plata. Los jinetes caracolean buscando la admiración, la sonrisa y… el donativo de los turistas, llegados hasta el bosque de cedros cuya sombra y frescor agradecemos.
Rodamos en paralelo al Gran Palmeral del Ziz y sus impresionantes cañones, con un ojo en la pista y otro en el contraste. El verdor apagado por el polvo y la sequedad circundante. Continuamos devorando kilómetros, mirando a un lado y otro de la carretera tratando de atrapar tanta belleza, fotografiar con la mirada un paisaje cambiante que pasa de la ceniza lunar al recio granito de sus montañas, a los pequeños oasis, trozos de verdor cada vez más escasos.
A medio día, cuando el sol calienta en su cenit- es tonto buscar una sombra inexistente- abandonamos la ruta y descendemos hacia un lago en la zona de Erfoud. Coincidimos allí con dos o tres grupos de Territori que también han buscado la proximidad del agua para comer. Cerca del agua los coches se reponen del esfuerzo, los motores se enfrían y nosotros montamos una inestable protección solar con un trozo de lona y la famosa cinta americana- que se despega una y otra vez-, mientras comemos frugalmente con el apetito de quien se lo ha ganado. Tras la comida el famoso café de Rocío que, no sé la causa pero a mí me produce sueño (quizás es el efecto de las gotitas de algo que le añadíamos).
Al atardecer llegamos a Le Touareg (Merzouga), un oasis de muchas estrellas- a mi me lo pareció- donde nos encontramos durante dos días como en casa. Gentes amables cuidaban de que todo funcionase como en un hotel de la máxima categoría, incluida una piscina de aguas transparentes.
Al día siguiente toca teórica- como en la mili-, el Gran Maestro Lluis Rosa nos prepara para asaltar las dunas. Consejos y explicaciones impartidos junto a la piscina. Y, por la tarde, formamos cola para adentrarnos en las dunas, aplicar los conocimientos teóricos de la mañana y aproximarnos a la base de la Gran Duna. Asustados estábamos más de cuatro imaginando cómo sería la grande tras cruzar alguna de tropecientos metros antes de llegar. El guía, Deb Alí Ben al Karib (o algo así), se desesperaba cada vez que alguno nos quedábamos atascados en la arena y miraba los neumáticos.
-¡Jab ibm dehaar shareiggg! (menos presión, en cristiano)- gritaba metiendo la uña en la válvula para dejar salir el aire. Y tenía razón, no se puede andar subiendo y bajando dunas con más de un kilo de presión. No deja de maravillarme que estos tradicionales criadores de camellos (en realidad dromedarios), sean capaces de conducir y reparar mejor que nosotros cualquier tipo de vehículo, da igual la marca y modelo. Son increíbles con un 4×4 en las manos. Para descubrirse.
Y llegamos a la Gran Duna. Y allí fuimos multitud, decenas de poderosos vehículos y avezados conductores… todos mirando hacia lo alto calculando hasta dónde llegaríamos, pero nadie se decidía a ser el primero hasta que, Sergi, del equipo de Territori, subió al coche, arrancó como Alonso persiguiendo a Hamilton y subió, y subió, hasta que casi no podíamos verle, convertido por la distancia en un diminuto coche de scalextric, ya junto a la cima. Marcó la mayor altura del día, a dos palmos del borde de la Gran Duna. Luego fue una fiesta, algunos lo intentamos más de una docena de veces, con escaso éxito, pero subimos alto y, sobre todo, nadie se quedó atrapado.
Fue una fiesta, una borrachera no etílica, de arena. Una tarde inolvidable que finalizó con el regreso, al atardecer, a través de un paso entre las dunas con una subida del 25 por ciento de desnivel y, tras coronar, había que dejarse caer prácticamente en picado durante unos doscientos metros de rampa (sin exagerar) que nos hizo sentir el vértigo de un salto en paracaídas pero sin éste. Una montaña rusa, el mejor final de fiesta tras el asalto a la Gran Duna.
Abandonamos con pesar el oasis Le Touareg y buscamos la Ruta Prohibida. Fue este un día duro, interminable. Atravesamos zonas de arena en polvo donde nos quedábamos todos, excepto los que saben como no quedarse, que eran muchos. Logramos salir cambiando varias veces de ruta y, finalmente, tras comer en un Kshar solitario junto a la pista, reanudamos la marcha con una tormenta de arena iniciándose que, en pocos minutos, nos envolvió. No había ruta visible, ni rodaduras que seguir, ni siquiera los warning o antiniebla del coche precedente eran visibles a más de dos metros. Eran las cuatro de la tarde y se hizo noche cerrada. Fue una experiencia inolvidable de conducción en condiciones extremas. Joan Miquel, nuestro guía, supo aguantar los gritos por la radio pidiendo reducir la velocidad, no habríamos llegado esa noche al hotel (Zagora) de haber disminuido la marcha. Como decía el programa de Territori, fue una etapa auténtica del Paris-Dakar.
Al día siguiente hicimos la Ruta del Palmeral y el Gran Cañón del Draa. Una aventura sobre ruedas por las impresionantes vistas, subidas de vértigo y descensos espeluznantes. Y todo ello sobre una senda del ancho escaso de un vehículo, sobre arcilla seca y dura, de estar mojada sería impracticable, tramos de piedra suelta y otros directamente sobre la roca de la montaña.
Y siempre, durante todo el viaje, a los lados de la carretera, senda, o desfiladero: niños y niñas de entre uno y doce años, también adultos pero menos. En pie, soportando el calor y el frío, el polvo del desierto y la polvareda levantada por los vehículos. Saludan con sus manos sucias de años esperando sonrientes un obsequio, un bolígrafo, un cuaderno, una camiseta, una gorra, algo de comida… o tan sólo un gesto de saludo que nos devuelven sonrientes, aunque no se les entregue nada. Soportando el sol, el frío, y la distancia, en kilómetros a la redonda no se ve una sola casa, cabaña o sombra donde refugiarse, incluso en la tormenta permanecen junto a la senda saludando, esperando… ¡Cómo sentimos no llevar el coche lleno!
Luego, el regreso. El regreso al Norte, más verde, más rico. Con gentes menos corteses y menos afectuosas. Vuelta al barco y, Tarifa con sus tres mares, nos acoge de nuevo. Un viaje inolvidable, unos paisajes indescriptibles en su belleza y una convivencia forzada y forzosa que hace aflorar lo mejor y lo peor de cada uno. Grandes amistades, solidaridad y apoyo incondicional por parte de unos y, todo lo contrario, por parte de otros. Marruecos… ¡hay que volver, de vez en cuando!
Diego & Clara.
Torrrent (Valencia) (10/04/08